viernes, 4 de marzo de 2011

Siempre nos quedará él

Como no colgué ningún post al hilo de la Ceremonia de los Oscar de este año, aquí tenéis la pieza que he escrito para mis amigos de la revista Viernes en su edición de marzo.

Se trata simplemente de un pequeño homenaje muy particular:

Speaker´s corner: Siempre nos quedará el cine


Acabo de conocer a un hombre maravilloso; no es un ser real, claro que todo no se puede tener.” La rosa púrpura de El Cairo, Woody Allen

Quince años tenía cuando me quedé frente a la pantalla del Club Coliseum de la barcelonesa Rambla de Catalunya estupefacta y emocionada ante tal declaración de auténtico amor y pasión por el cine. Mi madre, siendo una servidora bastante jovencita, me acompañaba a las salas de proyección donde Woody Allen nos regalaba fascinantes historias como Manhattan o Annie Hall. También, al tiempo, me descubriría largometrajes que posteriormente fueron marcando episodios de mi vida: Julia es, sin duda, un bellísimo ejemplo.

Corría la época en la que año tras año, acompañada por tan sólo una cálida manta dispuesta a arroparme para resistir toda la noche en vela, me disponía a contemplar la Ceremonia de Entrega de los Oscar y me enfrentaba con incipientes ojeras a las clases del día siguiente con la satisfacción de haber podido casi acariciar el cabello que Redford enjuagaba en plena sabana a la gran Streep, o haber podido arrancar media sonrisa a Jeremy Irons, o haber podido llegar incluso a enternecer a John Malcovich, o contemplar la manera en la que el siempre inmenso Robert de Niro miraba a la cámara sin poder tan siquiera gesticular por el impacto que te causaba, o simplemente contemplar la calidez de los ojos de Jane Fonda y esbozar una sonrisa ante la espontaneidad de Shirley MacLaine. O cuando llegué, en mi primer año universitario, a clase de Historia del Arte una mañana al grito de Carpe Diem! tras haberme entregado por completo el día anterior a la bella historia de El Club de los Poetas Muertos.

Porque así es el cine. Irreal pero apasionante. Y ahí es dónde reside uno de sus múltiples encantos. La pantalla, el sonido, la imagen, una historia bien expresada y sus protagonistas son capaces de transportarte sin límites hasta donde desees. Con el gran misterio añadido de que a cada cuál le comunica algo diferente. Pero ellos y ellas, al fin y al cabo, son quienes materializan de manera más directa el sueño de cada uno.
Y los Oscar no son más que una gala donde todos se encuentran, se enfundan en vistosos trajes y vestidos y te hacen fantasear todavía un poquito más.
Os debo confesar que mi pasión por la entrega de las estatuillas doradas se ha ido diluyendo con el paso del tiempo, pero mi amor por el cine, por fortuna, permanece casi intacto.

Atrás quedaron Steve Martin, Billy Crystal o Chevy Chase. Cambio generacional para una gala que ha premiado cintas quizás más convencionales. Y francamente, ni Anne Hathaway, con sus espectaculares y enormes ojos, ni el rostro picarón de James Franco han sido capaces de hacerme sentir ningún cosquilleo. Lo lamento. No he visto espontaneidad, no he percibido ingenio, no he visto frescura, sí he visto contención. Demasiada.

Os diré otra cosa. Siempre he envidiado el respeto que sienten los norteamericanos hacia sus mayores, hacia los grandes y el modo con el que se levantan a aplaudirles sin fin. Con lo que el momento mágico de la noche, sin duda, fue la aparición de un casi irreconocible Kirk Douglas y su bastón, donde reposaba tras cada paso. Un instante emocionante, a pesar de los estragos causados por el bótox, artífice de tantos rostros aniquilados y conocido internacionalmente por dar muerte a algo tan bello en esta vida como la expresión. La que te cuenta la manera en la que has vivido, para bien o para mal. La que transmite y revela, en definitiva, si te levantas radiante o te acuestas apesadumbrado. La que acumula en cada arruga una risa, un llanto o el vacío indescriptible de aquél primer desamor.

Sigo. Apunta Bigas Luna sobre El discurso del rey que “no arriesga nada pero se necesitan películas así, bien hechas, tanto o más que las que arriesgan”. Lo comparto plenamente pero no voy a entrar a fondo en el largometraje de Hooper, donde no hace falta reiterar lo soberbio que está Colin Firth ni lo injusto, puede, que haya sido que otro gran actor, Geofrey Rush se haya ido con las manos vacías. Y no lo voy a hacer porque ya rindió buena cuenta de él en su magnífico post de Viernes Almudena.
 

Tan sólo un apunte en cuanto a Natalie Portman. Esta niña me impactó desde el primer instante que la pude ver en pantalla, hace ya unos cuantos años. Y sin tener nada que ver, algo me recuerda a quien tanto prometía y seducía con su encanto fresco y natural de no haber sido apartada de los escenarios gracias a su tendencia cleptómana. Winona Ryder siempre me gustó. E, ironías de la vida, coinciden ambas en tan desgarradora historia.
Creo sinceramente que Mia Farrow lo resume en la cita inicial de manera magistral. Y a pesar de que el espectáculo al que nos tienen acostumbrados ya no sea el de antes, donde el paseo por la alfombra roja se convierte en el escaparate más visto del mundo, donde el estilo, la belleza y la fama se entremezclan con vidas aparentemente deslumbrantes aunque oculten a personas -muchas de ellas- tremendamente desdichadas, lo cierto es que siempre nos quedarán historias fascinantes, hermosos instantes fotográficos y rostros que te cuentan mucho más de lo que ellos mismos desearían.
Porque así es el cine y siempre quedará entre nosotros. Como París para Bogart.

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